top of page
Buscar

Me llamo, pero a veces no

  • Foto del escritor: Amelia Molina Segovia
    Amelia Molina Segovia
  • 13 may
  • 2 Min. de lectura

Cuando me nombro, es una búsqueda entre ecos, raíces, cuerpo y voz propia.

 

Me llamo Carmen Amelia.

Pero pocas veces me han llamado así.

 

Desde niña, mi nombre fue reducido, suavizado, convertido en apodo.

Como si mi identidad necesitara ser más ligera.

Como si ese nombre —tan lleno de historia, tan heredado— pesara demasiado para el cuerpo pequeño que era entonces.

 

No fue un nombre elegido en ternura compartida.

Fue impuesto.

Mi padre y mi abuela lo decidieron, sin consultar, como quien deja una marca sobre algo que considera suyo.

 

Mi madre no estuvo de acuerdo.

En su barrio, Carmen era la Gorda Carmela.

Una mujer juzgada, rechazada, temida por su rareza, su volumen, su locura.

Un personaje de los márgenes, de quien se hablaba en voz baja.

 

Mi nombre, entonces, nació ya dividido:

con un pie en el orgullo y otro en la vergüenza.

Y yo, sin saberlo, comencé a crecer en ese conflicto.

En medio de esas voces cruzadas, fui aprendiendo a existir a pedazos.

 

Me pregunto —ahora, muchos años después—

si ese peso simbólico ha habitado también mi cuerpo.

Si esa historia que no era mía, pero que cargo en el nombre,

ha tenido algo que ver con cómo me he relacionado con la comida, con el espejo, con el hambre.

 

¿Será que el rechazo inconsciente a ese nombre,

ese que fue forzado, ese que traía la sombra de una mujer “gorda” y “loca”,

me llevó también a rechazar partes de mí?

 

¿Será que, en un intento por no parecerme a ella —a la figura burlada, temida, marginada—

empecé a alejarme de la comida como quien huye de una profecía?

 

No tengo una respuesta cerrada.

No quiero hacer de esta pregunta un diagnóstico.

Solo sé que el cuerpo guarda lo que la mente a veces olvida.

Y que las palabras —los nombres— dejan huella más allá de la voz.

 

Decir Carmen Amelia es también nombrar esa historia.

Una historia que cruza la fe de una tía abuela monja,

la herencia silenciosa de una bisabuela,

la imposición de un padre, la tristeza callada de una madre,

y la niña que fui, tratando de hacerse pequeña para no incomodar.

 

Pero ya no quiero reducirme.

Ni callarme. Ni seguir alejándome de lo que me alimenta —en todos los sentidos.

 

Hoy me digo entera:

Carmen. Amelia.

Y siento como algo empieza a ocupar su lugar.

 

No como una sentencia.

Sino como un acto de recuperación.

 

Porque nombrarme completa es también un modo de volver a mi cuerpo,

de volver al centro, de empezar a amar incluso lo que un día me enseñaron a temer.


¿Y tú? ¿Te llamas como quieres? Cuéntame tu historia.



ree

 
 
 

Comentarios


bottom of page